En puntas de pies, con una linterna pequeña salíamos del cuarto y cruzábamos el pasillo principal. Salir por la puerta delantera era un error porque el ruido alertaría a nuestros padres guardianes, durmientes. La puerta trasera era más silenciosa, pero el camino más largo: salir por el patio y rodear la casa por el pasillo lateral. Además, el perro delator. Para el siempre teníamos una golosina, perro contento, perro silencioso.
Llevábamos caramelos que guardábamos para estas noches cosmogónicas fraternales... y llevábamos unas lonas para no mojarnos con el rocío de la madrugada ni llenarnos de pastos que luego pican en las piernas y en los brazos...
Todo este proceso nos llevaba unos veinte minutos hasta que, por fin, nos echábamos cara arriba a mirar, contar y competir, caramelos mediante...
Casi siempre interrumpía la cuenta algún ruido sospechoso, misterioso y desconocido que provenía de la más profunda oscuridad. Esto provocaba que nos levantáramos repentinamente y saliéramos corriendo, entre ladridos del perro, arrastrando las lonas que quedaban tiradas en el medio del camino de vuelta y entráramos nuevamente por la puerta de atrás, la cual cerrábamos apresuradamente sin importarnos el ruido, llegábamos jadeando a la habitación y nos tapábamos hasta la cabeza...
Segundos después, nuestro padre entraba en la pieza y mientras nos apagaba la luz, nos preguntaba...
"¿Quién vió más estrellas fugaces?"
Nosotros pedíamos que dejara la luz prendida, aunque sea la del pasillo...
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